Cuando nuestras heridas son ignoradas, negadas, reprimidas, desatendidas o apartadas, comienzan a ulcerarse, y acaban por envenenarnos a nosotros mismos y emponzoñar a quienes nos rodean.
Cuando prestamos amorosa atención a estas mismas heridas -ya sean emocionales o físicas-, cuando les damos permiso para existir en el inmenso paisaje del momento presente, cuando aparecen incondicionalmente iluminadas por la amorosa luz de la conciencia que somos, empiezan a sanarse, sin esfuerzo.
No te engañes: «sanar» no es arreglar algo roto, no es «convertir en bueno» algo «malo»; tampoco es transmutar la oscuridad en luz. Es algo mucho más profundo que esto: es la comprensión de que, en el nivel más fundamental, nada está roto, nada es oscuro y nada está contra la oscuridad, y de que incluso nuestras heridas no son más que invitaciones inteligentes a detenernos y recordar nuestra profunda naturaleza original -siempre presente, imperecedera, no nacida y completa.
Vistas a la luz de la conciencia, nuestras heridas no son nuestras heridas en absoluto; son nuestros mayores maestros espirituales y nos sanan de todos los conceptos heredados de salud y enfermedad, ignorancia y despertar, salvación y pecado.
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